Según podemos leer en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, “amor es ese sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Efectivamente, ese sentimiento vehemente, vivo y profundo, que posee cada persona, es único, aunque conlleve distintas connotaciones respecto a quién o a quiénes va dirigido. Asimismo, dice Santa Teresa de Calcuta que “el amor es el único lenguaje que todos entendemos”, pero, por desgracia, en todas las épocas, incluida la presente, un sinnúmero de personas no comprende ni siquiera superficialmente dicho idioma universal.
Es evidente que mucho se ha escrito sobre el amor, noble sentimiento, como ya expresé, que nos hace divagar por los entresijos de lo onírico, para despertar los más sublimes anhelos. Palpitaciones encendidas que alientan los sentidos y ensalzan la belleza de todo cuanto tocan con su sutil fragancia. Vehemente fuego de pasiones encendidas, exaltadas, sublime goce, que con tan solo una mirada alumbra los corazones.
¿Cuántas veces la luna ha sido carabina expectante de tal alucinación, de amores imposibles, de encuentros furtivos? ¿Por qué los amores inalcanzables suscitan tanta agonía y servidumbre, donde los ríos de tinta de los poetas se derraman igual que cascadas de lágrimas?
¿Qué embrujo despliega para que todos los poetas lo ensalcen o giman ante la innegable pérdida?
Sólo San Valentín conoce la primera palabra secreta, que en los corazones aviva refulgente. Susurros que el viento lleva a su antojo y que de nuevo vuelve a renacer cuando el alma más desprevenida se halla para llevarla al más recóndito infinito.
El sol resplandece en eterna primavera y a hurtadillas las estrellas contemplan su grandeza.
“El afán constante de todos los enamorados, refiere Octavio Paz, y el tema de nuestros grandes poetas y novelistas ha sido siempre el mismo: la búsqueda del reconocimiento de la persona querida. El reconocimiento aspira a la reciprocidad, pero es independiente de ella. Es una apuesta que nadie está seguro de ganar porque es una apuesta que depende de la libertad del otro. El origen del amor es la búsqueda de la reciprocidad libremente otorgada. La paradoja del amor único reside en el misterio de la persona que, sin saber nunca exactamente la razón, se siente invenciblemente atraída por otra persona, con exclusión de las demás. El amor es, pues, atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción”.
Obviamente, el amor es el motor de la vida, de cada persona, de cada acción, de cada paso... Si este motor dejara de funcionar, que no lo hará nunca, la raza humana perdería su razón de ser, de existir, es decir, la vida sin amor no tendría sentido alguno. Por consiguiente, ésta se marchitaría como cualquier flor. “Un hombre sin amor, manifiesta Carlos Benítez Villodres, es un cadáver que muere a cada paso”, pues tengamos siempre presente que el amor es ese manantial de energía vital que nos permite seguir viviendo. Y, ciertamente, el mundo sin amor caminaría, por la misma causa, hacia su total desaparición.